Muchos creen que al final del viaje, en Ithaké, me esperan Penélope y Têlémakhos. Pero no es cierto; vienen conmigo. El viaje a la Isla sería impensable sin ellos.
Una tarde tranquila y cálida de julio caminamos desnudos y puros entre los acantilados de arenisca de Ithaké. Bajo el Sol, sólo nosotros y la isla. Y el mar sabio y paciente de nuestros antepasados. Curiosos esponsales aquellos en los que nos recibimos el uno al otro y a la luz y al mar sin más ropa, sin más reserva ni desconfianza, que la fina arena blanca que se nos adhería a la piel al apoyarnos en las rocas. No se requirió más ceremonia ni oficiante.
Sin darnos cuenta nuestras almas dejaron de ser dos y ya para siempre son una. La misma que pocos años más tarde se encarnó en Têlémakhos, ese milagro extraordinario lleno de la luz y la vida que nosotros atrapamos en el regazo de nuestras manos en aquel instante en los acántilados. Un pedazo de nosotros, un pedazo de Ithaké.
Sus deditos apuntan hacia el cielo y sus ojitos y su mente se llenan de asombro por las estrellas y por la Luna. Me conmueve el corazón con su inmensa pureza. Surcamos las aguas con él, hacia el este, hacia la luminosa mañana, hacia la Isla.
Que pasada...
ResponderEliminarBonita entrada, Uli, una vez más. Nada más grato en la amistad que saber feliz a un amigo.
ResponderEliminarsimplemente precioso
ResponderEliminarHermosas palabras. Hermosas imágenes. Hermosa familia.
ResponderEliminarBellisimo!
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